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jueves, 27 de octubre de 2011

Aprender de los errores (adjetivación)

El vasto cielo azul, interminable, celestial, retrato del paraíso, se pintó tras la ventana cuando las nubes tropezaron al fin, mientras caía la tarde. El viento daba muerte a la tempestad y el sol cantaba su triunfo con voz dorada.

El extracto anterior corresponde a mi primer escrito, La majestad del sauce. Tenía diecisiete años cuando lo escribí. Narraba una historia de amor en tiempos victorianos. Ahora bien, ¿cuál fue mi principal traspié en mi primera incursión literaria? Está a la vista en el primer párrafo: la sobreadjetivación.

Hoy día, y después de mucho andar, haría la misma descripción de la siguiente forma:

El viento cambió y alejó las nubes. Fresco el aire, el cielo se antojó infinito bajo el nuevo sol. Todo se había renovado del otro lado de la ventana.

El exceso de adjetivación y de giros retóricos, más que ayudar a una historia, conspirará contra ella. Si tomamos del brazo al lector para guiarlo a determinado destino, cuán insensato resultaría detenerlo cada dos pasos para detallarle sea el paisaje, sea sus funciones motrices por las cuales le es posible caminar, sea las nimiedades de la historia de una vida. Mejor decirle: "Por aquí, eso es, salte, aguarde un minuto, agáchese, abra bien los ojos, se acerca el final: ¡llegamos!", y a lo sumo darle un buen empujón o trabarle el pie cuando menos lo espere. Golpe de efecto.

En palabras de Horacio Quiroga (foto), en su Decálogo del perfecto cuentista:

No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.


S.R.B.C.

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