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jueves, 6 de febrero de 2014

Escritor y corrector: dos caras de una misma moneda

INTRODUCCIÓN

El presente ensayo se propone como objetivo indagar en las dos caras de una misma moneda: el escritor y el corrector literario, y hará hincapié en las problemáticas del “escritor/ corrector”. Esta aproximación a la imagen visual de una moneda es posible desde el momento en que resulta ineludible el hecho de que todo escritor corrige y de que todo corrector escribe. Desde luego, y así sucede en cada área, en cada rincón de los quehaceres humanos, se tiene en cuenta el grado. Por ejemplo, tanto es posible hallar matemáticas en una poesía como posible es deslumbrarse con la exactitud casi poética de una ecuación matemática. Claro que, a menos que fuera el propósito efectivo de un autor, la métrica de un poema será desechable si acaso el contenido es pobre. Es muy probable que el autor pondrá mayor énfasis en el contenido que en la métrica. Del mismo modo, escritores y correctores pondrán mayor énfasis en sus respectivos empeños, en los fines para los cuales estén trabajando.

Hoy día, las nuevas herramientas informáticas, programas de procesamiento de textos con correctores automáticos (si bien, deficientes) resultan la primera colaboración que recibirá el escritor a nivel tipográfico y, en menor medida, ortográfico, sin que por ello el programa pueda evitar erratas que provoquen un daño mayúsculo a la idea de un párrafo. Por ejemplo, el corrector automático no detectará como error la construcción "Seguridad púbica" cuando en realidad la intención era escribir "Seguridad pública", simplemente porque los criterios con que esta herramienta fue programada son muy limitados. Imposible imaginar, entonces, que un procesador de textos pueda intervenir en lo que refiere al estilo de una obra.

Entonces, el escritor medianamente concienzudo se avocará a la autocorrección. La propia revisión del texto atenderá, por regla general, la tipografía, la ortografía y los tiempos verbales.

Un poco más allá, y si busca, el autor encontrará material específico pensado para la autocorrección a nivel de estilo. Y quizás sea a esta altura que pueda abrazar (o encapricharse) o, tal vez, abandonar el oficio. Es que, como veremos más adelante, para un escritor novel, una corrección de estilo puede llegar a resultar una muy dolorosa cirugía practicada sobre su criatura, en algunos casos hasta el punto de no llegar a reconocerla o de rechazar su nueva fisonomía.

Es común que muchos escritores crean tener en sus manos un manuscrito inmaculado pasando por alto, de manera absoluta, una segunda opinión. ¿Por qué habrían, entonces, de pensar en la posibilidad de un corrector literario?

Al respecto, Marcelo Di Marco escribe:

Durante una entrevista con Daniel Freidemberg, publicada en Clarín en 1992, Abelardo Castillo hablaba de su gran obsesión: alcanzar la forma expresiva perfecta. [...]. La entrevista, indirectamente, me hizo pensar en una confusión bastante frecuente: para muchos escritores, limpiar el texto, modificarlo, ajustarlo, retocarlo, son trabajos impensables; peor todavía: innecesarios. Creo que esta actitud tiene mucho que ver con eso de la "fidelidad a uno mismo", con una lectura equivocada del término "inspiración", con cierto culto a la "espontaneidad", a la "intuición" y a la "pureza". [...] Hay quienes optan por leerse a sí mismos una y otra vez, llegando a enamorarse del tono, de cierta cadencia del texto. Al desconocer sus defectos, también terminan enamorándose de ellos. (2010: 13-14)

Así pues, veremos gracias a testimonios de distintos autores, cómo es necesaria la visión objetiva de un corrector literario, la otra cara de la moneda de una obra completa (en un sentido artístico ajustado a las reglas de la gramática y de las premisas del enfoque estilístico según el género), la cual resulta tan imprescindible como la revisión médica que necesita un deportista de alta competencia. 

Tendremos, por un lado, un acercamiento a la labor primaria de los escritores nóveles: inspiraciones, modos de trabajo, acercamiento al descubrimiento del yo escritor y, finalmente, su relación con el mundo de la corrección; por otro lado, el corrector que también es escritor, y los límites que debe encontrar a la hora de trabajar sobre los textos que le son confiados, de modo que el oficio no se sobreponga a la profesión.

Nos proponemos demostrar cómo el corrector debe ser en realidad un traductor, un puente entre el autor y el público, tratando, mediante todos los recursos necesarios, de mantener la fidelidad del original sobre el que trabaje; es un nexo tan necesario que, una vez expuesto, esta exposición permitirá destacar la importancia del corrector, la cual, generalmente, se desconoce sobremanera. Escritores, correctores, y el escritor que es corrector” (como eje) serán los temas principales.
































CAPÍTULO 1
EL PORQUÉ DEL ESCRITOR NOVEL

¿Por qué un niño, un joven o un adulto pueden llegar a involucrarse en el arte de la creación literaria? Las respuestas a esta pregunta pueden ser tantas, quizás, como niños, jóvenes y adultos elijan este sendero, porque escribir es más que un oficio, es más que una profesión; es, sin dudas, un modo de vida, de la misma forma en que las distintas artes también lo son. El arte literario traduce el lenguaje del mundo en todos sus niveles: sociedad, psicología, antropología, medicina, las ciencias en general; los sucesos, inmensos o insignificantes; la política, las relaciones humanas, y las maravillas y miserias del ser humano y de la naturaleza.

Existen diversos propósitos por los cuales el ser humano incursiona en el arte; quizás encontramos una de las explicaciones más completas en la interpretación que José María de Estrada hace de la mímesis y la catarsis aristotélica en la “nota preliminar” de Poética. Refiere que la mímesis consiste en la expresión del artista de la armonía de las cosas, aplicado esto a todas las artes.

El artista, ante el espectáculo de la realidad exterior o interior, percibe —debido a un habitus particularísimo— las relaciones armónicas que unifican lo disperso, aquello que exteriormente apenas se manifiesta, ya porque se encuentra de una manera casi potencial, ya porque solamente está insinuado, o expresado en rasgos casi imperceptibles [...]. Así nacen, luego de expresadas estas diversas relaciones, los diversos géneros artísticos, todos los cuales responden a la diversidad de lo imitado, pues así como el ser es analógico y por lo tanto realizable de diversas maneras, así también lo es la belleza [...]. (Aristóteles, 1947: 15-16).

En lo que respecta a la catarsis, de Estrada habla de “expurgación de las pasiones” e indica que dicha expurgación consiste en un efecto subjetivo de la obra artística. Asimismo, explica que la catarsis está relacionada con la mímesis en cuanto a que la primera responderá al tipo de obra de arte resultante de la segunda. De Estrada habla, entonces, del fin (propósito-efecto) de una obra de arte:

El fin de la obra de arte, según su aspecto objetivo-subjetivo, estriba en el goce estético que experimentan el autor y el contemplador frente a la armonía manifiesta en un objeto. Por eso cuando santo Tomás dice que lo bello es aquello que visto place, es al aspecto objetivo-subjetivo que sin duda se refiere. [...]. Aquí tiene, pues, lugar la catarsis, es decir, la expurgación de las pasiones, lo cual se produce de hecho en el contemplador de la obra de arte como efecto de la presencia de ésta, y también, desde luego, en el propio artista como consecuencia de la realización de su obra. (19-20).

En el capítulo IV de Poética, Aristóteles habla del posible origen de la poesía, y la explicación que da viene muy a cuento de lo que intentamos exponer. El filósofo griego especifica que la poesía pareciera tener su origen en la imitación, algo connatural para los hombres desde la infancia, por un lado, y por otro lado en el hecho del goce que la imitación produce. Escribe:

Testimonio de esto es lo que sucede en la práctica, pues las cosas que vemos en el original con desagrado, nos causan gozo cuando las miramos en las imágenes más fieles posibles, como sucede por ejemplo con las figuras de los animales más repugnantes y de animales muertos. (42).

Luego de haber hecho este repaso, si se quiere, “primitivo” de aquello por lo cual el ser humano se vuelca al arte, estamos en condiciones de preguntarnos ¿Por qué escribimos quienes escribimos? Dice Robert Coover[1]:

Porque el arte insufla vida a lo que no tiene vida, muerte a lo que es eterno. Porque en realidad el arte es preferible al maravilloso terror de la vida. Porque el mundo se vuelve a inventar cada día. Porque escribir, en la inmensidad inimaginable de todos los espacios, es todavía la mayor de las aventuras.[2]

De esta sentencia pueden realizarse múltiples traducciones desde el ejercicio del escritor. Coover habla del escritor que para preguntarse acerca de sus empeños parece mirar su propia imagen en un espejo; detrás de su imagen está el mundo, pero es el escritor el que está en el primer plano de esta visión. Estas palabras parecen dedicadas al autor que intenta crear para escapar al terror de la vida; en otras palabras, intenta cambiar el mundo para ajustarlo a sus propias creencias, sus propios deseos de realidades posibles, de aventura. Desde este ángulo, las palabras de Coover podrían encallar en el ahora denominado “arte terapia”. Sería un escape al mundo y al propio yo. Una catarsis necesaria para combatir lo fatal, lo definitivo, lo rutinario del día a día en la vida de un hombre. En síntesis: podría parecernos que Coover nos da una respuesta insuficiente.

En las antípodas de Coover pueden ubicarse las palabras de Paul Morand,[3] quien afirma: “Escribo para ser rico y para ser estimado”.[4] Y no cabe duda de que estos fines podrían ir de la mano con los primeros impulsos de quien se lanza a construir historias y grandes metáforas. En el mar calmo de la inexperiencia, los autores nóveles se maravillan con esos faros que representan a escritores consagrados, reconocidos y, en algunos pocos casos, millonarios; dueños de best sellers, de clubes de fanáticos, de historias que maravillan a millones de lectores por todo el mundo. Son faros engañosos, por cierto, que muestran el fin pero no los medios, si bien ni siquiera el empleo de los medios "adecuados" son garantía de tales fines en absoluto. No obstante, esta respuesta tiene cierto asidero, seguramente en los primeros garabatos del iniciático. Pero no alcanza tampoco. Pronto aparecen las tempestades y las neblinas que oscurecen la visión de los faros y que hacen naufragar ese primer impulso, ese porqué inicial.

¿Podríamos decir, entonces, que el escritor nace? No es algo que se pueda probar; sin embargo, sí sería posible hablar de tendencias, ya genéticas, ya espirituales. Lo que no entra en el campo del cuestionamiento es que el escritor, con el transcurrir del tiempo, se hace, evoluciona, crece. Al respecto, escribió Jorge Luis Borges: “Al principio, todo escritor es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad”.[5]

Es posible identificar una respuesta a la cuestión el por qué del escritor novel haciendo un análisis medianamente profundo de estas palabras: cuando Borges habla del barroquismo que es marca en la mayoría de los escritores en sus comienzos, invita a hacer una relación con las palabras de Coover, la búsqueda de oposición a lo ordinario, la transformación de las cosas por su nombre para encontrar la forma de transportarse a lo que no existe en los caminos de la rutina de un hombre, un modo de “desautomatización”, en cuanto a lo que la percepción de arte refiere, que los formalistas rusos han denominado ostranénie (“singularización”). Con esta palabra los formalistas se refirieron a determinados modos de encausar el lenguaje literario de modo que la visión cotidiana de la realidad adquiriese una nueva perspectiva; este modo consiste en presentar tal realidad en contextos infrecuentes o representándola de manera explícitamente ficcional, utilizando la exageración, el grotesco, la parodia, el absurdo o diferentes puntos de vista nacidos de personajes que aparecen ajenos al entorno en que se los presenta: así, es posible la descripción de un lugar común desde la singular perspectiva de los personajes en cuestión.  

Por lo general, los procedimientos que singularizan los objetos ordinarios están motivados por la refracción de estos objetos en la mente del personaje para quien son desconocidos. Para describir el consejo de guerra que tiene lugar en la aldea de las Muchachas (Guerra y paz), Tolstoi introduce el personaje de una pequeña campesina que observa e interpreta a su manera infantil todo lo que hacen y dicen los participantes, sin comprender lo esencial. [...] El músico ciego, de Korolenko donde la vida de los videntes pasa a través de la conciencia de un ciego, corresponde a este mismo tipo. (Todorov, 1970: 220).

Se trata de la búsqueda, a través de la singularización en lo que se escribe, de la aventura del dejar de ser, para ser alguien más, un yo distinto al que vive la realidad. Así el autor —rebelándose contra la cotidianeidad, dentro de la cual se halla el léxico propio de la comunicación oral–, suele emprender la transformación a través de la forma más que del contenido.

Lo mismo quizá valdría para quien desea la fama y la fortuna que anhela Morand. Pretender escribir la mejor novela de todos los tiempos, para el inexperto, puede llevar a la confusión, a interpretar erróneamente que el lector se maravillará tanto más cuanto más rico sea el vocabulario, más recursos literarios sean empleados, etcétera. De este modo, este autor puede llegar a describir la escena o la acción más pequeña con una retórica pensada para deslumbrar al lector, cuando en realidad no logrará más que “aturdirlo”. Cabe remarcar, en este punto, que nos referimos a un tipo de autor que apenas está dando sus primeros pasos, y que caerá en el pecado de confundir el valor de la literatura con el costo de la literaturidad. Así pues, no debemos confundir la búsqueda del tipo de autor del que hablamos con la de aquel que se asienta en la llamada “teoría de la diferencia”, asimismo propuesta por el formalismo ruso.

Este concepto se basa en las diferencias que existen entre distintos “materiales”; más específicamente, “materiales literarios”: se trata de las cualidades intrínsecas propias de estos materiales, cualidades que lo diferencian de otros materiales o productos humanos. Así, para establecer esta diferencia entre materiales literarios y otros materiales (que necesariamente deben ser no literarios) se encuentra un factor en común entre ellos, que es el lenguaje. Y el que por excelencia se opone al literario, es el coloquial. Aquí, una vez más, estamos refiriéndonos al “escape” de lo cotidiano.

Los formalistas remarcaron un par de cuestiones que vienen a cuento en esto de diferenciar lo coloquial de lo literario (cuestión de lo barroco, que será tratada más adelante). Analizaron que el lenguaje cotidiano tiene una finalidad práctica, que es la comunicación, y que sus componentes como el sonido, la sintaxis y otros aspectos, no tienen valor propio, es decir, que no llaman la atención por sí mismos.

Carlos Blanco Aguinaga comenta: “Frente a esta característica de la lengua cotidiana se encontró que en la lengua poética todos y cada uno de sus elementos tienen valor propio, independiente, incluso, del "mensaje" que proyectan... si es que proyectan mensaje alguno”.[6]

Ahora bien, es en este momento que valdrá aclarar que haremos referencia a un autor estrictamente novelista, aquel que intentará contar una historia, transmitir una idea, compartir un pensamiento a través de una metáfora o, lisa y llanamente, narrar una aventura.

Es tiempo de preguntarse, entonces, por qué escribe el ser humano, cuestión que más adelante cobrará vital importancia en el papel del corrector: facilitar la comunicación de una idea, de una historia, de una trama. 

Leemos en Apuntes sobre los orígenes de nuestra civilización:

Desde los primeros pictógrafos que en épocas diferentes dieron sus trazos iniciales a la escritura cuneiforme o a los caracteres chinos hasta los alfabetos elaborados en tiempos posteriores transcurren más de cinco mil años, cinco mil años de fascinante historia, testimonio de una creatividad humana capaz de aportar distintas soluciones al mismo problema: el de cómo recordar, transcribir y transmitir esa palabra que es, por su misma esencia, fugaz. (Company Seva, 2011: 177).

Si pensamos en la piedra basal de lo que termina siendo una obra literaria, tenemos que pensar en la intención de comunicar. Comunicar una idea, una visión del mundo, la transformación de una experiencia de vida en una historia de ficción: convertir lo fugaz de la esencia de la palabra oral en un decir, un narrar del pensamiento más duradero, menos inestable y fluctuante que el narrar de los bardos de otrora.        

Podríamos llegar a la conclusión, en consecuencia, de que tanto la escritura como las historias producto de la escritura misma son herramientas para la perdurabilidad de una visión del mundo. Esto no quiere decir que las personas que se aboquen a la profesión partan de este principio elemental puesto que, dada su elementalidad, generalmente su existencia se ve soslayada. Pero sí implica un potencial de motivación intrínseco al subconsciente colectivo, a la avidez de inmortalidad, de perdurar, de instalar una realidad posible o verosímil para legar a la humanidad una pequeña estrella del microcosmos del que está hecho cada ser humano.

1.1 Motivaciones de algunos autores a la hora de escribir

En el punto anterior reflexionamos a propósito de qué es lo que promueve a un escritor a convertirse en tal. En el presente, veremos los puntos de vista de algunos autores con trayectoria, a través de una pregunta relativa al tema que nos concierne, y trataremos de sacar conclusiones que se relacionen con las del punto anterior. 

Resulta pertinente transcribir, para sentar una base al presente punto, algunas reflexiones de autores reconocidos; respuestas a la pregunta ¿por qué escribimos?, y un correspondiente análisis de estas:  

Escribo para mí mismo, para comprenderme mejor o incluso para liberarme de un peso que me agobia. Escribo a veces como si fuera un juego, sí, como si fuera verdaderamente un juego. Cuando el amor, la patria, el tiempo o la belleza se me escapan, es a través de la escritura como los reencuentro... como restablezco la unión con las paredes del mundo que se derrumban en mi interior. (Mamad Darwix)

Porque uno siente el deseo o la necesidad. Para divertir o divertirse. Para enseñar algo a alguien. Para mejorar el mundo. Para dar a conocer sus ideas. Para liberarse de la angustia. Para ser famoso. Para ser rico. Por costumbre. (Primo Levi)

Lo que me empuja (y me ha empujado) a escribir es esa necesidad de hacer que siente todo hombre. (Claude Simon)

¿Por qué el hombre siente la necesidad de la literatura? Necesita a la literatura para barrer la basura de nuestros espíritus. La necesita porque nos aporta esperanza, coraje, fuerza. ¿Por qué siento yo la necesidad de la literatura? La utilizo para transformar mi vida, mi entorno, mi mundo mental. Cincuenta años de vida literaria me permiten decir que nunca me he reído de la vida, que nunca he travestido la vida, ni tampoco he embellecido la vida. He vivido a través de mis obras, he combatido a través de mis obras. (Ba jin)

Porque la escritura, en definitiva, es la más libre de las ocupaciones: solo se necesita un bolígrafo, papel y soledad. Por último, porque yo me agarro a esta idea arcaica de que el Hombre, por definición, es un animal que cuenta historias, que esta facultad lo salvó una vez, hace mucho tiempo, de la extinción y que es posible imaginar que ella puede ayudarlo en el impasse en el que se encuentra hoy. (Bruce Chatwin)[7]


También, a este respecto, se ha consultado a la escritora Claudia Piñeiro:

Santiago Bailez: En una entrevista que diste a la Revista Ñ leí que cuando escribís, lo hacés pensando en el lector; ¿comunicar siempre fue tu motivación principal a la hora de escribir, u originalmente hubo otras motivaciones que luego fueron evolucionando?

Claudia Piñeiro: Vos no escribís para comunicarte con el lector, escribís por muchos motivos, muchos de los cuales no sabés cuáles son. Generalmente cuando uno lee la pregunta “¿Por qué escribo?” (que le hacen a muchos escritores) y las correspondientes respuestas, uno queda maravillado y se pregunta si las respuestas que dan son las verdaderas. Yo creo que la escritura es ontológica. Hay personas que tenemos que escribir porque está dentro de las características de nuestra personalidad; necesitás escribir, no se sabe por qué; repito, creo que escribir es más que nada una cuestión ontológica. Lo que pasa es que cuando te preguntan si pensás en que si hay un lector del otro lado, sí, yo pienso en el lector. Pero una cosa es escribir para comunicar, y otra es escribir pensando que hay un otro del otro lado. Sé que es un acto de comunicación, porque sé que del otro lado está el lector.[8]

En la Revista Ñ, Piñeiro decía: “Yo escribo pensando que hay otro, la escritura es un acto de comunicación, no sé quién está ahí, pero pienso que hay alguien, y ese alguien se puede entusiasmar con lo que le cuento y con la operación de lectura que le estoy proponiendo.”[9]

El factor común que salta a la vista de entre estas reflexiones es el de un escritor que habla de sus propias motivaciones literarias mirándose al espejo, o de lo trascendental del ser, como apunta Piñeiro. Casi ninguno de los autores hace referencia al destinatario, al público lector, a la necesidad de comunicar, excepto, quizás, Bruce Chatwin, cuando se refiere a que el Hombre es un animal que cuenta historias, y que esa facultad es lo que lo salvó de la extinción. Podemos deducir, pues, que se trata de una ponderación de los sistemas lingüísticos por medio de los cuales pudieron construirse las ciencias que hoy día han convertido al ser humano en un ser social, en una sociedad cuyos niveles de comunicación van incrementándose de manera cada vez más veloz.

De todas maneras, cabe diferenciar la comunicación cotidiana de la que nos compete, la literaria. Y tal como se ha mencionado, la motivación comunicacional es intrínseca al acto de escribir, por lo que los autores “le pasan por encima” y se concentran en el por qué y no tanto en el para qué de su literatura.  

Pero, como escribió Antoine de Saint-Exupéry: “Lo esencial es invisible a los ojos” (1990: 58). Y lo esencial, en este caso, no es sino el ansia de comunicar una idea, de que nuestra visión del mundo pueda ser compartida, de que nuestros pensamientos puedan conectarse, en algún punto, con el de los demás. Un par de citas podrán sustentar, en parte, este punto de vista: “En ocasiones pienso que el premio de quienes escribimos duerme, tímido y virginal, en el confuso corazón del lector más lejano”. (Camilo José Cela);[10] “Tienes que amar la lectura para poder ser un buen escritor, porque escribir no empieza contigo”. (Carlos Fuentes)[11]

Así, en la cita de Cela, la referencia directa a un lector habla por sí sola. En cuanto a la de Fuentes, pone a los escritores en un plano también receptivo, y hace una aproximación a cómo el circuito comunicativo literario constituye un elemento esencial para el perfeccionamiento del proceso creativo.

1.2 ERRORES MÁS COMUNES EN LOS NOVELISTAS PRINCIPIANTES

Uno de los errores más comunes entre los novelistas principiantes es el de la torpe idea de que el preciosismo literario es el camino hacia la buena literatura: las metáforas, las comparaciones, el abuso del hipérbaton, etc., es cierto, generan en el autor una visión optimistamente literaria a propósito de lo que está escribiendo. No obstante, el escritor debe tener en cuenta que no solo está escribiendo para sí mismo (al menos, en el caso que deseamos exponer) sino también para un lector. Para comparar, aunque sea paradójico —la comparación sirve para ejemplificar y explicar—, pensemos en alta tecnología, en una supercomputadora, una computadora capaz de llevar a cabo cualquier operación, de ejecutar todos los programas existentes y todas las aplicaciones que se nos ocurran, aunque resulta que esta computadora necesita, para acceder a cada una de sus aplicaciones, llevar a cabo diferentes combinaciones de clics. Ejemplos:

·         Abrir Word: 2 clics derechos + 2 clics izquierdos + mantener clic derecho tres segundos + doble clic izquierdo en un lapso de 5 segundos.

·         Acceder al menú de herramientas de Word: clic del medio + mantener clic derecho cinco segundos.

·         Idioma por defecto: latín.  

Podríamos suponer, con toda razón, que el usuario rápidamente dejaría de lado esta supercomputadora, simplemente por la dificultad para acceder a sus virtudes.

Entonces, ¿por qué habríamos de utilizar otro criterio cuando hablamos de la posibilidad de una superhistoria? Y aunque la historia no resultara trascendental, en todo caso un estilo complicado, un acceso dificultoso a las ideas, a la historia en sí (un estilo atiborrado de literatura), tenderán a alejar a ese lector que necesita saber “qué está ocurriendo” y “qué podría llegar a ocurrir” en el devenir de una trama.

En Poética, Aristóteles refiere que la virtud de la elocución radica en que sea clara sin que necesariamente resulte prosaica en el sentido de “vulgar”.

La más clara [elocución] es la que se compone de nombres de uso corriente, pero entonces resulta prosaica [...]. En cambio, la elocución es digna y se aparta de lo vulgar cuando se sirve de términos extraños. Llamo término extraño a la palabra dialectal, a la metáfora, al alargamiento y a todo lo que no sea de uso corriente. Pero, cuando un poeta se sirve exclusivamente de esta forma de lenguaje, el resultado será un enigma o un barbarismo; enigma, si se sirve solo de metáforas; barbarismo, si solo usa palabras dialectales. (Aristóteles, 1947: 106).

Como ejemplo utilizaré un párrafo de una novela propia, escrita en mis comienzos como escritor (rechazada en editoriales por “extensa” y “barroca”). El primer texto es el original. El segundo es el resultado de cómo escribiría lo mismo luego de haber pasado por una serie de experiencias de trabajo, de estudio e interpersonales (agentes literarios y editores).

Texto 1:

El oriente era un sol desangrado tachonado de esquirlas rojas y negras, visos de muerte y fuego sobre las nubosidades desgarradas de una tempestad reciente. Los vientos arremolinados, como si fueran los espíritus de un río de lava, difuminaban el aire ardiente al levantar y sacudir tiznadas vorágines del polvo de ese desierto de roca desnuda, grieta traicionera y tallo espinoso, abrazado al sur por un cordón de montañas lóbregas como la tez del carbón, pero despejado de cara a los otros horizontes.

En principio, ¿de qué términos e instrumentos literarios podríamos prescindir sin alterar la imagen representada en el párrafo?

Texto 1.a:

El oriente era un sol desangrado tachonado de esquirlas rojas y negras, visos de muerte y fuego sobre las nubosidades desgarradas de una tempestad reciente. Los vientos arremolinados, como si fueran los espíritus de un río de lava, difuminaban el aire ardiente al levantar y sacudir tiznadas vorágines del polvo de ese desierto de roca desnuda, grieta traicionera y tallo espinoso, abrazado al sur por un cordón de montañas lóbregas como la tez del carbón, pero despejado de cara a los otros horizontes.

Y ahora, retocamos el estilo. Resultado:

Texto 2:

El sol rojo teñía de sangre el Este y las nubes desgarradas de una reciente tormenta. El aire levantaba en vorágines ardientes el polvo de ese desierto rocoso y agrietado; hacia el sur se alzaba, tenebroso, un cordón de montañas.

Sí, se puede decir lo mismo en 3 líneas que en 6 y media. Hubo un ahorro del 50 y tanto por cierto de energía descriptiva, y no cabe duda de que el lector, entre las dos versiones (sobre todo, cuando tuviera el libro en sus manos) se quedaría con la segunda versión, por el simple hecho de que el gancho, en la novela contemporánea, suele ser la concisión. El cómo se diga algo es tan importante como el qué se dice. Así lo explica Piñeiro en la entrevista realizada:

SB: Sobre la base del "extrañamiento", principio propuesto por el formalismo ruso, ¿creés que cada vez importa más qué se dice qué cómo se lo diga? Es decir, ¿el lector de novela está ponderando el contenido por sobre la forma?

CP: Yo considero, como muchos otros, que “lo que se dice” es limitado en el sentido que son siempre las mismas historias que se repiten miles de veces, y que realmente lo importante es “cómo se las cuenta” a esas historias, y no “qué se cuenta”. Sucede que muchas veces una persona escribe sobre un tema, y aparece otra persona que dice haber escrito sobre el mismo tema; una tuvo éxito y la otra, no. La pregunta, entonces, “¿por qué sucede esto?” queda respondida en el “cómo se dice”. A mí me interesa qué es lo que se cuenta, pero me parece que la gran diferencia entre una literatura y otra la hace el cómo se la cuenta a esa literatura.

Asimismo, se le ha hecho a Marcelo Di Marco una pregunta similar:

SB: ¿Creés que cada vez importa más qué se dice qué cómo se lo diga? ¿El lector de novela está ponderando el contenido por sobre la forma? ¿Está tendiendo a escapar de lo barroco?

MdM: Es una pregunta muy difícil de responder, porque uno no puedo estar en la cabeza de todos los lectores. Puedo contestar por mí: como tallerista y jurado de concursos encuentro un montón de historias muy imaginativas... pero que están escritas con los pies. No las premio, por supuesto. Lo ideal, en narrativa, es y será siempre contar la mejor historia de la mejor manera. Y hay algo implícito en la pregunta, bien discutible: por "barroco" no debe entenderse preocupación por "cómo se lo diga". Un buen autor, sea barroco o sencillo, siempre estará pendiente de cómo decir sus cosas. Si no está preocupado por eso, quiere decir que es un vago. En mis talleres procuro que mi gente logre ese feliz casamiento eterno entre el QUÉ y el CÓMO.[12]


Así que es posible ir vislumbrando que es una cuestión de equilibrio, de usos adecuados a los diferentes contextos literarios, háblese de cultura, época, tipo de público lector, etcétera.

En cuanto al empeño de crear una imagen, podemos aludir a lo que destaca Marcelo Di Marco en Taller de corte y corrección:

Allá por 1980, Liliana Heker nos recomendaba leer cualquiera de los casi trescientos cuentos de Guy de Maupassant antes de sentarnos a escribir. No para copiar al escritor francés, por supuesto, sino para tratar de entrar, intelectual y afectivamente, en una atmósfera, en un clima de “narratividad”. (2010: 14).

Di Marco pone como ejemplo el modo en que Maupassant comienza su obra “Dos amigos” (que tiene como marco la guerra franco-prusiana):

   París estaba bloqueado, hambriento, agonizante.
   Apenas había ya gorriones en los tejados ni ratas en las alcantarillas.
   Era una hermosa mañana de enero. (14).

Explica Di Marco que, con apenas tres líneas, Maupassant retrata un panorama moribundo de París, y que los personajes y la historia se desenvolverán dentro de esa oscuridad, oscuridad que, por otro lado, se ve reforzada por la contrastante tercera línea. Como refuerzo del ejemplo anterior, se transcribe a continuación un texto sobrecargado del inicio de “Dos amigos”, extraído asimismo de Taller de corte y corrección:

   A pesar de que aquella era una plácida, hermosa y radiante mañana de enero, la otrora bellísima París presentaba un aspecto sinceramente deprimente. Todo se debía a que el sitio del enemigo la había bloqueado por completo, la había hambreado sin piedad sumiéndola en la agonía más espantosa. Por donde se mirase no existía un solo tejado que albergara algún gorrión que lograse atemperar el ánimo de los invadidos con su prístino canto. Ni siquiera podía llegar a percibirse, aunque más no fuera, un mísero roedor pululando por las sucias alcantarillas. (16).

Se puede apreciar cómo este texto es gramaticalmente impecable, y rico en léxico y recursos utilizados. No obstante, falla. Es plausible de efectuarle tantas correcciones como sean necesarias hasta llegar a una aproximación, sino a la misma, de lo que fue el inicio escrito por Maupassant. Y es el corrector literario (si no lo fuera el escritor mismo) quien tiene la capacidad para lograr el efecto que provoque en el lector una simple y compleja asimilación del marco en que transcurrirá la historia, o la “hipnosis” de la que habla Gabriel García Márquez en el siguiente extracto:

La escritura de ficción es un acto hipnótico. Uno trata de hipnotizar al lector para que no piense sino en el cuento que tú estás contando. Y eso requiere de una enorme cantidad de clavos y tornillos y bisagras, para que no despierte. Eso es lo que llamo “la carpintería”. Es decir, es la técnica de contar, es la técnica de escribir, o la técnica de hacer una película. Una cosa es la inspiración, otra cosa es el argumento. Pero cómo contar ese argumento, cómo convertirlo en una verdad literaria que realmente atrape al lector... eso sin la carpintería no se puede. [...] Cuando uno atrapa a un lector, logra comunicarle un ritmo respiratorio, que no se puede romper, porque si se rompe, despierta. Y entonces cuando uno ya logra ese ritmo en la escritura, de pronto encuentra que hay una frase coja (hablo en términos de ritmo). Entonces yo llego a poner un adjetivo, dos adjetivos, cualquier cosa, de tal manera que no rompa ese ritmo. Y son adjetivos que no tienen por qué estar ahí, pero están para que no despierte el lector. Eso es carpintería.[13]

Si bien en literatura, como en toda arte, no hay certezas más que las que pueda dar lo subjetivo, sí es posible allegarse a la cuestión del qué y del cómo; y si tenemos en cuenta a Borges (“Al principio es barroco [el escritor], vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad”)[14], a Quiroga (“Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: «Desde el río soplaba el viento frío», no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla[...]”)[15], y sugerencias como la de Marcelo Di Marco: “Expresarse con la menor cantidad posible de palabras. Ser conciso” (Taller de corte y corrección, 2010: 21), podremos acrecentar la potencialidad de un pensamiento que nos hable de que, en literatura (y, por ende, en corrección literaria) la tendencia mostrará más recortes que ampliaciones. Es un claro indicio de por dónde irá el trabajo del corrector.








CAPÍTULO 2
EL PARA QUÉ DEL CORRECTOR LITERARIO

Según el Diccionario de la lengua española, “corrección” es la “alteración o cambio que se hace en las obras escritas o de otro género, para quitarles defectos o errores, o para darles mayor perfección”, mientras que para “corrector” simplemente define: “que corrige”.  

Comenzaremos por lo dicho por Juan Manuel Santiago en una entrevista para la página web Lecturalia, en cuanto a la labor del corrector:

La corrección es una de las fases del proceso de edición de cualquier texto. Por muy buenos que sean el autor y la editorial, siempre habrá algún aspecto susceptible de mejorar, para que la edición sea perfecta, o casi. (¡Siempre hay imponderables!). El lenguaje es un código que se ha creado para facilitar la comunicación entre personas. Cuanto más uniforme sea este código, menos errores de interpretación tendremos, y más fácil le resultará al autor transmitir el mensaje que pretende transmitir con su texto. Por simplificar mucho, existen dos tipos principales de corrección, aunque no son los únicos. La de estilo se encarga de hacer que el texto sea legible, no exista ningún aspecto oscuro desde el punto de vista gramatical o de significado, y se adapte a las normas específicas de cada editorial. La ortotipográfica repara todos los errores ortográficos y de tecleo, lo que de manera coloquial (incluso en algunas editoriales) se llama “poner bien las comas”.[16]

Sin importar cuán avezado sea un escritor, ni cuán extensa su trayectoria (ni hablemos de los escritores nóveles), el ojo de un corrector especializado adquiere vital   importancia en la revisión de cada uno de los niveles y de las dimensiones gramaticales.

El principal objetivo del corrector es que la obra llegue al público con la menor cantidad posible de errores (es casi utópico encontrar el libro perfecto) tanto a nivel notacional como estilístico: la correcta ortotipografía, la semántica, la cohesión y la coherencia, la correcta tipografía de los diálogos, y la fluidez que pueda brindar el estilo. Aunque el autor, como escribe José Martínez de Sousa, también tiene sus obligaciones:

El autor, antes de entregar sus obras a la imprenta, debe repasar los originales concienzudamente. Sabido es que por lo común los autores atienden más al fondo que a la forma en lo que escriben, fiando en que el corrector les enmendará los yerros, particularmente en lo tocante a puntuación; esto es causa, a veces, de que tanto el corrector de estilo como el tipógrafo hagan ciertas correcciones que no reflejan exactamente el pensamiento del autor, debido en la mayor parte de los casos a la oscuridad con que éste ha presentado el original.[17]  

Aquí un ejemplo de errores notacionales, morfológicos, sintácticos y semánticos que perjudican la correcta lectura de un párrafo:

Los tres, mayores, estaban allí, detrás de la varricada; discutían en cuclillas, con las cabezas juntas. Román habló y sus dos compañeros escuchaban atentamente. También Gasolina parecía escuchar. Sentado sobre sus patas traseras, inclinaba la cabesa moviéndola de cuando en cuando. Estaba como asombrado por la falta de delicadeza de los chicos que parecían ignorar su presencia. Ladro, gruño por lo bajo, pero nadie lo miró.

Al cabo de una primera lectura de este párrafo, el corrector podrá sacar unas cuantas conclusiones. A primera vista, el corrector automático de Microsoft Word lo llevará a hacerse una idea preliminar de con qué tipo de escritor estará lidiando: uno cuya ortografía es defectuosa, por una parte, y, por otra, un escritor falto de atención, ya que queda a la vista que pasó por alto el subrayado rojo del corrector automático en las palabras “varricada” y “cabesa”.

En segundo término se preguntará si acaso la historia está narrada en primera persona (Gasolina, el perro) siendo que los verbos de la última oración aparecen en primera persona: “Ladro, gruño por lo bajo,...”. Pero enseguida determinará que se trata de errores notacionales (acentuación); la subordinada: (“..., pero nadie lo miró.”) le dará esta pauta, más allá de otras que pudo haber encontrado previamente. El narrador es, entonces, omnisciente.

Ahondando en la revisión hallará errores de puntuación, también, que alteran la intención original del autor. No es lo mismo A) “Los tres, mayores, estaban allí,...”, que B) “Los tres mayores estaban allí”; el mismo caso para C) “Estaba como asombrado por la falta de delicadeza de los chicos que parecían ignorar su presencia”, que no es igual a D) “Estaba como asombrado por la falta de delicadeza de los chicos, que parecían ignorar su presencia”.

En “A” y en “B” la diferencia se da porque una cosa es “tres mayores” y otra, “los tres mayores”. En “A” no hay posibilidad de que haya otros más que esos tres, que son mayores (de edad, podría suponerse). En “B”, por el contrario, se infiere que además de esos tres hay más, y que son menores, y que los mayores no son precisamente mayores de edad, sino que son los mayores de un grupo, inclusive de un grupo de niños, por caso.

En “C” y en “D” la presencia o ausencia de la coma cambia el sentido de la oración. En “C” se lee que el perro estaba asombrado por la falta de delicadeza no de todos los chicos, sino solo de aquellos que “parecían ignorar su presencia” (por lo que podría dilucidarse que había chicos que no la ignoraban). En “D”, sin embargo, se lee que estaba asombrado por la falta de delicadeza de todos los chicos.

Asimismo se perciben errores en los tiempos verbales: “Román *habló y sus dos compañeros escuchaban atentamente”. El presente indicativo “escuchaban” no se corresponde con el verbo en pretérito perfecto que rige a esta subordinada. Si Román “habló antes”, sus compañeros no pueden estar escuchándolo ahora. Por tanto: “Román hablaba y sus dos compañeros escuchaban atentamente”. Falta de concordancia también se da en lo mostrado en el punto “2”, simplemente por los errores de acentuación: “Ladró, gruñó por lo bajo, pero nadie lo miró”.

Será posible, entonces, transcribir el texto original para establecer, al menos especulativamente y a modo de ejemplo, el resultado de la tarea del corrector:

Los tres mayores estaban allí, detrás de la barricada; discutían en cuclillas, con las cabezas juntas. Román hablaba y sus dos compañeros escuchaban atentamente. También Gasolina parecía escuchar. Sentado sobre sus patas traseras, inclinaba la cabeza moviéndola de cuando en cuando. Estaba como asombrado por la falta de delicadeza de los chicos, que parecían ignorar su presencia. Ladró, gruñó por lo bajo, pero nadie le miró.[18]

El corrector habrá conseguido, de esta manera, una serie de logros. En primer lugar, dará al autor el mínimo requerido de autoridad lingüística como para que el público lo tome en serio, ya que leer “cabesa” o “varricada” resultará, para cualquier lector que haya adquirido el libro al que pertenezca el texto, no menos que una ofensa.

En segundo lugar, la rectificación del uso de las comas permitirá una comprensión efectiva de la historia. Recordemos que no es lo mismo “Los tres, mayores,...” que “Los tres mayores...”.

Finalmente, la adecuación de los tiempos verbales terminará de acomodar el párrafo para que una segunda lectura no sea necesaria; que el lector pueda leer cada página de una sola vez es uno de los mayores desafíos para un corrector. 

2.1 LA AUTOCORRECCIÓN

Dice María Fernanda Poblet, a propósito de que un autor se corrija a sí mismo:

No hay tal incompetencia, por supuesto, sino imposibilidad. En primer lugar, porque nadie es capaz de corregirse a sí mismo como lo haría un corrector [...]. La presión que ejerce el texto sobre escritores y traductores, a quienes preocupa ante todo que las ideas que desean expresar lleguen a sus lectores, impide el distanciamiento necesario para corregir las mismas palabras que les obsesionan. En segundo lugar, los profesionales de la corrección tienen unos conocimientos de los que carecen los traductores, del mismo modo que los traductores tienen otros conocimientos que el corrector no posee.[19]

Considero importante remarcar la siguiente explicación de Poblet: “La presión que ejerce el texto sobre escritores y traductores, a quienes preocupa ante todo que las ideas que desean expresar lleguen a sus lectores, impide el distanciamiento necesario para corregir las mismas palabras que les obsesionan”. Hasta cierto punto es simple dar por cierta esta afirmación. Ya sea que el escritor se concentre en el contenido o en la forma, tal concentración hará que se le pierda de vista la totalidad.

En los polos de los tipos de escritores tendríamos, por un lado, al que pone su foco en el fondo. Este autor quiere contar una historia, transmitir una idea, lograr un efecto determinado en el lector. En su propósito, no obstante, inmerso en él como estará, quizás dejará en un segundo plano las cuestiones gramaticales; tal vez cometa errores tipográficos, ortográficos, sintácticos; puede pensarse, también, que recaiga en lagunas argumentales, que surjan incoherencias, fallas en la dimensión macroestructural, etcétera.

Por otro lado está el autor que pone su foco en la forma. Es el autor que tenderá a lo innecesariamente barroco, al exceso de adjetivación, a una trama “diluida”. A este autor le importa nutrirse de recursos literarios, adjetivos y términos rebuscados para sentir, él mismo, que está escribiendo buena literatura. En otras palabras, puede decirse que necesita deslumbrarse a sí mismo, que no le interesa tanto contar una historia como el hecho de “el aspecto” que irá adquiriendo su obra. Desde este punto de vista resulta lógico esperar un texto gramaticalmente correcto o, al menos, todo lo correcto que puede llegar a ser de acuerdo a la competencia gramatical del autor. Lo que el autor estará impedido de notar —su falla capital— será que estará contándole muy poco, o inclusive nada, al lector. En este caso habrá de ser posible, quizás, la recomendación de una reescritura o de ajustes mayores concernientes a la idea central, si la hubiere.

Es vox populi, al menos entre los escritores, el consejo que habla de dejar el libro en reposo por un par de meses, luego sacarlo y releerlo desde una nueva distancia. Esto muchas veces colabora para adquirir un aumento de la objetividad. Pero esto no es garantía de nada en cuanto a lo que a la tarea del corrector concierne. No hay dudas de que puede ser útil para descubrir algunas erratas, aunque de ningún modo este ejercicio alcanzará para contemplar una obra en aquellas dimensiones a las que el autor no puede acceder por ser su creador, lo mismo que difícilmente una madre pueda apreciar los defectos de su hijo sin esa tendencia natural a minimizarlos o, incluso, a ignorarlos.

Es que el autor de “fondo” tratará de sentir aquel efecto que quiere transmitir al lector, y continuará pasando por alto, en mayor o menor medida, los aspectos gramaticales. Mientras que el autor de “forma” no solo no reconocerá sus fallas, sino que tal vez encuentre que no ha sido lo suficientemente “literario”, y hasta puede que aumente su barroquismo, si acaso encontrara párrafos sin decoración, u oraciones lisa y llanamente simples.

En el blog Miserias literarias, Prometeo (no da a conocer su identidad pero se liga al mundo de la escritura y de la corrección) escribe:

La ayuda de un corrector de estilo resulta imprescindible para llevar a buen término la redacción de un texto, puesto que una de las grandes verdades del oficio de escribir podría resumirse en una única sentencia: no hay peor corrector para un texto que su propio autor. Máxime teniendo en cuenta que de una falta de ortografía es más o menos sencillo darse cuenta, pero es mucho más complicado hacerse consciente de una incongruencia estilística. Al margen de la mejor o peor calidad literaria del autor, todos solemos recurrir a muletillas y apoyos de los que no siempre somos conscientes, más aún si, durante ese proceso, estamos pendientes de otras cincuenta cuestiones (personajes, trama, desarrollo, ritmo narrativo, etc.). [...] Por otro lado, el llevar a buen puerto la creación de una obra literaria es, al fin y al cabo, una tarea ardua y extensa pero sobre todo, viva. Un trabajo de larga duración que muta y cambia a lo largo del prolongado lapso de tiempo en el que se desarrolla (meses e incluso años). Durante ese proceso, el autor, más preocupado por insuflar vida a sus textos y personajes, suele descuidar parámetros relativos al propio aspecto formal. Y no siempre por desconocimiento o desidia profesional. Un texto literario se altera, se modifica durante su creación. Sobre la marcha se introducen retoques, nuevas tramas y argumentos, y las escenas cambian de lugar.[20]


La alteración, la transformación de que habla Prometeo puede darse, por caso, en la trama y en los personajes a lo largo del proceso de creación, y es en esta etapa en la que surgen esas erratas que, la mayoría de las veces, el autor no puede detectar en las sucesivas relecturas por una razón elemental: el autor, al tener en su mente tanto la historia como los personajes –la integridad de la trama–, suele saltar líneas en su afán por avanzar en la lectura. Incluso el autor tiene en su mente partes de la historia, de la trama y de los personajes que no necesariamente incluirá en la obra. Esta conciencia que nos habla de un todo que es más que la suma de las partes quita, por natural impulso, el foco de lo que precisamente necesita ser atendido a la hora de corregir: las partes.

Prometeo pone como ejemplo la utilización de la ocupación de determinado personaje: un jardinero. Incluimos en la trama de una novela un personaje al que denominamos “el jardinero”. Pero resulta que, más adelante, caemos en la cuenta de que, por razones de fuerza mayor, necesitamos que “el jardinero”, ahora, sea “el chofer”. Vamos por la página doscientos y tantas o trescientos; para modificar lo necesario acudimos a la herramienta de Word “Reemplazar”. Así, la herramienta automática, cambiará cada “el jardinero” por “el chofer”. Pareciera que está casi todo solucionado, aunque rara vez el autor tendrá en cuenta que pudo haber usado un sinónimo o construcción diferente para “el jardinero”, como por ejemplo “el floricultor” o “el encargado del jardín”, o incluso “el parquero”.

Lo mismo puede ocurrir con cuestiones de mayor relevancia; a saber: cuestiones de trama, eslabones perdidos, fantasmas de hombres que no murieron. Para ponerlo en términos de economía, “la oferta crea la demanda”. Si ofertamos al lector un problema o una situación determinada, el lector demandará que tales planteamientos se resuelvan de una forma u otra. De lo contrario, se crearán lagunas argumentales que atentarán gravemente contra la totalidad de la historia.

En Poética, Aristóteles explica que en un texto las partes que hacen al desarrollo de una historia (fábula) deben formar un todo, y que todo aquello de lo que pueda prescindirse queda fuera de ese todo. Tal sentencia podría ser entendida como una referencia a las lagunas argumentales y a los cabos sueltos de la narrativa actual.  

Así como en las otras imitaciones la imitación es una cuando lo es de una sola cosa, así también la fábula, que es imitación de acción, debe serlo de una que tenga unidad y constituya un todo; asimismo las partes de las acciones deben estar compuestas en tal manera que, quitando alguna de ellas, el todo se diferencie y se conmueva, pues la cosa cuya presencia o ausencia no produce ningún efecto, no es parte del todo. (Aristóteles, 1947: 10).

El autor, como se ha mencionado anteriormente, en caso que proceda a corregir su texto, lo hará, en general, con el foco puesto en el “todo” y no en las “partes”, ya que es el todo el que predomina en su ingeniería creativa. Dicho en otras palabras: contemplar el mismo paisaje una y otra vez, desde luego que nos llevará a conocerlo mejor, pero el autor lo contemplará siempre desde la distancia y la subjetividad propia de sus intenciones y sus prioridades. Es el corrector, en definitiva, quien podrá contemplar el paisaje desde todos los ángulos necesarios: más cerca, en los detalles formales; más lejos, con el ojo en la totalidad estilística; in situ, encarnando un personaje inexistente que recorriere la historia a la par de los demás, de modo que pueda analizar la coherencia de sus acciones y la presencia de cada uno de los elementos que conformen la conexión del entramado.

En esta comparación de una historia como un paisaje dinámico será posible crear una imagen ilustrativa en cuanto a componentes, de modo que sea posible visualizar dónde pueden llegar a existir los posibles errores de coherencia, lo que el corrector podrá llegar a atender, los “sitios” en los que se enfocará, esos sitios que el autor pierde de vista a menudo.




Ilustración 1: El paisaje de la ingeniería literaria.
Fuente: elaboración propia.

Tratándose de un cuadro aproximativo, ya que sería imposible tener en cuenta todas las variables, tomaremos como ejemplo una historia con presencia de trama secundaria y temporalidad lineal. Las tramas se trazan como si fueran senderos de montaña. El autor, naturalmente, tenderá a enfocarse en el trazado principal y, en menor medida, en el secundario.

Tanto la trama primaria como la secundaria se nutrirán de elementos brindados por el marco: el tiempo y el espacio y los elementos de que estén compuestos darán sustento y verosimilitud al desarrollo. Claro que, como puede apreciarse en el cuadro, la montaña comprende mucho más espacio que sus “senderos”, lo que da lugar, por supuesto, a un aumento en la probabilidad de errores e incoherencias en lo representado por el color gris.

Por ejemplo, los personajes y elementos espacio-temporales que construyen el hilo de subtrama “a” deberán tener una continuidad y su repercusión en el hilo de subtrama “b”; primero porque si “b” no existe, habrá una laguna argumental. Segundo porque, como en este caso la trama y la subtrama llegan a una primera resolución de forma simultánea, cualquier cabo que haya quedado suelto o pieza que se haya encastrado a la fuerza repercutirán negativamente en el devenir del desarrollo o formarán parte de una incoherencia. 

Como dijimos, el autor estará centrado, mayormente, en los sectores clave de su obra, pero sin tener en cuenta que los sectores clave dependen del marco y de los elementos clave que lo rodean y lo preceden: un elemento de “1” que se presente como fundamental y que luego no desempeñe rol o parte alguna en “2”, “3”, “4” y “5” (o a la inversa: un elemento relevante que aparezca en “5” de la nada y sin explicación) quebrará la continuidad y el texto perderá verosimilitud.

2.2 EL CORRECTOR: EL PRIMER LECTOR

El escritor escribe en su mente y luego en el cuaderno o directamente en el procesador de textos; más allá de influencias de otros autores que puedan ocupar un lugar en su trabajo, en ningún momento podrá apreciar en su verdadera dimensión aquello que esté plasmando. Por tanto, imposible será que establezca parámetros evaluativos adecuados a la hora de analizar lo que ha hecho, ya que, sin darse cuenta, cuando lea estará leyendo también lo que ha escrito con la mente y dará por sentado que el lector sabrá de qué se trata.

María Silvina Biancardi, en su blog Correcciones de textos, escribe:

El corrector es un colaborador en este arduo trabajo de expresar ideas a través de la escritura. Es un primer lector que ayuda a construir el mensaje para que pueda ser comprendido, y también ayuda a construir la imagen de quien, como escritor, quiere darse a conocer.[21]  

Aquí vemos la figura del corrector como la de primer lector o, quizás más apropiado: la del lector modelo. Ningún otro lector prestará tanta atención a los detalles formales y de trama como el que está en la piel del corrector.

Cabe aclarar, de todas formas, que un corrector no es un lector profesional y no se encargará de evaluar el potencial artístico y comercial de una obra. Por qué no utilizar la imagen de un amigo mal llevado al que regaláramos un libro cualquiera sabiendo que todos sus comentarios serán negativos, solo que, en el caso de “el amigo corrector”, sabremos que todo lo que nos comente será por el bien de lo que le hemos confiado. 

En este sentido el corrector se transforma en lector y traductor a la vez; canal de entrada y de salida. Oficia de lector en cuanto, al cabo de una primera lectura, se hace de una idea integral de la obra: género, tema, trama, subtrama (si la hubiere) y personajes. En este punto adopta el rol de “traductor”; “traductor” porque, una vez descifrada la idea principal del autor (y ya habiendo jugado el rol de lector), se dispondrá a convertir todo aquello que sea incorrecto en correcto, y a sugerir todas las modificaciones que sean necesarias para pulir el estilo y lograr un resultado final que consiga un balance entre la literariedad propia del autor y la concisión narrativa que, en definitiva, espera encontrar el lector de novela. 

A propósito, Umberto Eco en “El lector modelo” afirma que los textos no tienen una única interpretación. El lector actualiza lo dicho en el texto de acuerdo a una competencia gramatical más o menos prevista por el emisor.

Adicionalmente, el texto se caracteriza por incluir elementos no dichos, intersticios o espacios en blanco. El lector debe responder con movimientos cooperativos, activos y conscientes que llenen esas lagunas, satisfaciendo así la expectativa del autor que —lejos de incluir redundancias y especificaciones "arrogantes"— desea y permite la libertad [...] de su lector. Hablar de libertad restringida para interpretar significa que, a pesar del interés estético del emisor, este desea que su lector lo entienda dentro de la univocidad calculada por aquel.[22]

Una vez más tenemos al corrector pensando como escritor y como lector al mismo tiempo, proponiéndose que el lector pueda descifrar sin problemas la idea que el escritor intenta transmitir pero tratando de mantener, al mismo tiempo, el perfil artístico propio del autor.

CAPÍTULO 3
LAS PROBLEMÁTICAS DEL ESCRITOR QUE CORRIGE

La persona que se desarrolla en el oficio de la escritura literaria lo hace desde el camino del arte. La Real Academia Española define arte como “manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”.

El artista, de por sí, tiene como fin la búsqueda de la verdad a través de la belleza. Y no hablamos simplemente de una verdad cierta, sino que puede tratarse de una verdad potencial o verosímil, como es el caso de la creación de historias.

Lo cierto es que, como se ha mencionado, tal búsqueda suele confundir al novelista iniciático (cuyo caso particular es el que nos compete) haciéndole profundizar en la forma más que en el contenido. De esta confusión surgen las obras barrocas e intrincadas en cuanto a la terminología, en las cuales el autor cree haber encontrado belleza a partir de lo no coloquial. Y es que, en un cuento, en una novela, será posible encontrar cierta belleza estética ante una descripción repleta de recursos e imágenes. El problema se hace carne en cuanto hay un abuso tal de este tipo de recursos que el contenido (el tema, la trama, la idea) se diluye o, inclusive, no acaba de aparecer claro.

Todo es cuestión de balance. En el primer párrafo se define “arte”. Para encontrar arte, como escribiera Tzvetan Todorov, es necesario romper el automatismo mediante la singularización, es decir, la mencionada ostranenie. En este caso, en el caso del arte literario, estaríamos hablando de un pasaje de lo coloquial a lo no coloquial a través de formas literarias que provoquen en el lector una sensación de desapego lingüístico respecto de lo que son los modos de comunicación lingüística cotidiana para él. Escribe Todorov:

El hábito nos impide ver, sentir los objetos; es necesario deformarlos para que nuestra mirada se detenga en ellos: esa es la finalidad de las convenciones artísticas. El mismo proceso explica los cambios de estilo en arte: las convenciones, una vez admitidas, facilitan el automatismo en lugar de destruirlo. Treinta años después, la teoría de la información resucita en la tesis de Shklovski, explicando que la información aportada por un mensaje disminuye a medida que su probabilidad aumenta. Como buen formalista, Norbert Wiener afirma: “Aún en los grandes clásicos del arte y de la literatura no se encuentra ya gran cosa de su valor informativo porque el público se ha familiarizado con su contenido. Los escolares no aman a Shakespeare porque no ven en su obra nada más que una cantidad de citas conocidas”. (Todorov, 1970:12)


De este extracto puede sustraerse la idea de que una misma historia puede aparecer una y cientos de veces en la historia del arte; entonces, lo importante es cómo, con qué mensajes el emisor intentará llegar al receptor para desautomatizarlo respecto de lo anteriormente dicho acerca de un mismo tema.

Una vez que el autor crece en el oficio gracias a los diversos factores que pueden ayudar a ello (lectura, talleres), si se trata de una persona de real talento, conseguirá, naturalmente, que sus textos encuentren un balance que permita que la historia discurra de forma amena y entretenida; la trama prevalecerá por sobre los recursos literarios, que comenzarán a entenderse como meras herramientas, lo que favorecerá el circuito de comunicación con el lector potencial pertinente al género del caso en particular.

Ahora bien, la cuestión que planteamos (las problemáticas del escritor que corrige) tiene que ver con qué sucede cuando un artista de las letras incursiona en el estudio académico de la corrección literaria, y cómo, al igual que sucede con el escritor, necesitará de un desarrollo, un pulido de su trabajo, por así decir, sobre las obras de otros. A diferencia de otros correctores, el corrector que fue escritor estará, más que ningún otro, en rol de escritor, lo que puede provocar diversas dificultades, entre ellas, el abuso de la subjetividad (propia del creador) a la hora de corregir, lo que a su vez puede llevar a una sobrecorrección que incluya un uso, con abuso, de la reescritura, y una cierta pérdida de respeto por el texto original y por el autor al que está corrigiendo.

En Cómo corregir sin ofender, Pablo Valle comenta:

Cuando el autor ve “su” original corregido, su primera reacción es rechazar la corrección. Es como un reflejo del ego creador. Parece una especie particular de ignominia o humillación aceptar así no más una corrección de ese esclavo generalmente impertinente que es el corrector de estilo. (“Si mi estilo es perfecto, o por lo menos es el mío, ¿por qué hay que corregirlo?”) (Valle, 1998: 31).

En el tramo del libro al que se hace referencia, Valle ni siquiera habla de sobrecorrección, sino que alude a errores de criterio; por ejemplo, un escritor se refiere varias veces al “Océano Pacífico”, pero resulta que algunas veces lo escribe de esta forma, otras veces escribe “océano Pacífico” y, otras, “Océano pacífico”. Se habla de que se trata de un detalle insignificante aunque debe resolverse.

Y nos dijo Piñeiro, algo que viene a cuento en cuanto a la cita de Valle arriba incluida:

SB: ¿Cuál fue tu reacción al recibir la primera corrección sobre el primer trabajo tuyo que te hayan corregido?

CP: Lo que ocurre es lo siguiente: cuando son correcciones formales, porque el otro sabe más que yo, me encanta. Supongamos que a veces tenés que poner "dónde" y a veces "adónde"; si lo puse mal y me lo corrigen, me encanta, porque no quiero que el texto salga con ese error. Hay muchas cosas que, en lo coloquial, uno escribe mal, y está bárbaro que venga alguien y te lo corrija. Lo que a veces no acepto es cuando la corrección tiene que ver con lo que se trata del estilo personal. A veces me corrigen ciertas cosas porque "es mejor decirlas de esta manera", pero no para mí, porque si lo escribí de determinada forma es porque quiero lograr determinado efecto. Son cuestiones literarias que están por encima de la corrección. Yo entiendo perfectamente que el trabajo del corrector es marcármelo; ahora, después tengo que decidir si acepto o no lo que me han marcado. Me parece que esa competencia no se da tanto con el corrector de estilo como con el editor, porque el corrector de estilo, en general, es bastante respetuoso del texto original.

Sin embargo, teniendo esto en cuenta, ¿cómo podría un autor tomar a bien que el corrector recurra a otra terminología, cambie estructuras sintácticas, modifique adjetivos o, quizás, todo esto a la vez? Es posible inferir, como mínimo, que tales cambios sean tomados de mala manera. Y sería lógico. Una vez más nos apoyaremos en palabras de Valle:

Sí, se trata de una batalla subterránea de egos, ¿por qué no reconocerlo? [...] Un acento olvidado, una frase que no se entiende, un «de acuerdo a» deslizado insidiosamente entre página y página, parecen ofensas personales que no se atribuyen —de ninguna manera— a la propia ignorancia o distracción, ni siquiera a un comprensible gaje del oficio o a una inofensiva burla del destino, sino a esa Esfinge malévola que, detrás de su escritorio, no hace preguntas, simplemente condena. (38).

Lo anterior, desde luego, es una “puesta en escena” de lo que un corrector es a los ojos de un autor desde la perspectiva de un corrector/escritor, como lo es Pablo Valle. Él mismo se encarga de decir que se trata de “una exageración” y de “una caricatura deliberada”. Pero la exageración sirve para mostrar el punto. Y esta “batalla subterránea de egos” puede transformarse en una verdadera guerra cuando el corrector es también escritor y, a causa de una posible inexperiencia o de falta de objetividad, piensa el trabajo que está corrigiendo como si fuera propio, piensa las mil y una formas de hacerlo mejor de acuerdo a cómo lo hubiera escrito él, y entonces se produce el desatino de la “reescritura correctiva”: escolto la expresión con comillas para dar cuenta de que se trata de una expresión propia. La reescritura correctiva no es sino el error de apartarse de un manual de estilo, o del criterio básico de cualquier corrección literaria, y embarcarse en un trabajo que apunte a destilar sobre el texto que se está trabajando el supuesto talento del escritor que convive con el corrector en la misma persona.

Y es que, como suelen pensar los escritores, una obra nunca está terminada, siempre hay algo para corregir, para mejorar, también algo de lo que pueda prescindirse. Es en esta creencia que el corrector/escritor hace pie para justificarse a sí mismo todo cambio que crea no solo necesario, sino imprescindible realizar. No obstante, es claro que si dos arquitectos de diferentes escuelas incursionan en el diseño de un mismo edificio, los resultados pueden llegar a ser tan imprevisibles como desconcertantes y ofensivos.
                                          
¿Qué ocurriría si a un corrector/escritor coetáneo de Ray Bradbury se le hubiera encargado la corrección de Farenhiet 451 y, a causa de las falencias anteriormente mencionadas en este tipo de correctores en vías de formación, retocara el libro según criterios meramente subjetivos y alentados por el yo escritor? Pongamos el ejemplo de un párrafo de este libro:

Leyeron toda la tarde, mientras la fría lluvia de noviembre caía del cielo sobre la casa. Estaban en el vestíbulo, pues la sala parecía tan vacía y gris sin las paredes anaranjadas y amarillas, de luz de confetti, y naves del espacio, y mujeres vestidas con mallas de oro, y hombres con trajes de terciopelo negro que sacaban conejos de cincuenta kilos de sombreros de plata. La sala estaba muerta, y Mildred miraba inexpresivamente los muros mientras Montag iba y volvía, y se agachaba y leía en voz alta una página, hasta diez veces. (2008, 77).

En el pensamiento de que un texto siempre se puede mejorar o, al menos, mejorar desde la visión subjetiva de un corrector/escritor, podemos adoptar este tipo de óptica y retocar el párrafo a pesar de que, gramatical y estilísticamente, sea impecable.

A continuación, los retoques con comentarios entre paréntesis y correcciones con la herramienta “control de cambios”:

Leyeron toda la tarde, mientras la fría lluvia del frío noviembre (la lluvia no es fría, lo frío es el mes en que cae) caía del cielo (se sobrentiende) ruidosa sobre la casa el techo (crea una imagen más completa). Estaban en el vestíbulo, pues la sala parecía lucía tan vacía y gris sin las paredes anaranjadas y amarillas, de luz de confetti, y naves del espacio, y mujeres vestidas con mallas de oro, y hombres con trajes de terciopelo negro que sacaban conejos de cincuenta kilosgordísimos (no resulta verosímil especificar un peso exacto en este caso)  de sombreros de plata. La sala estaba muertamoribunda (el adjetivo hubiera sido adecuado si acaso no hubiera habido ningún tipo de actividad en la sala), y Mildred miraba inexpresivamente desganada los muros mientras Montag iba y volvía, y se agachaba y leía en voz alta una página, hasta diez veces.

Quizás a un lector ocasional, no especializado, las justificaciones le resultaran pertinentes, ya que tienen una base estilística lógica: es obvio que el agua cae del cielo y que es imposible que una serie de conejos pesen exactamente 50 kilos. Menos necesario, tal vez, sea especificar que lo que es frío es el mes de noviembre y no la lluvia en sí, o que es más preciso señalar que la lluvia es fría a causa del mes. Aparece más discutible, además, el hecho de la sala “muerta”; si está habitada y hay movimiento, por mínimo que fuera, cabría mejor destacar que se encuentra “moribunda”. Por otra parte el corrector/escritor, es probable, tuviera una seria aversión por los adverbios terminados en “-mente”, por lo cual sustituiría el adverbio por un adjetivo. Tal vez el ejemplo más arbitrario pueda encontrarse en la sustitución del verbo “parecía” por el verbo “lucía”. En cualquier caso, es evidente que a un texto, o a su traducción, puede seguir corrigiéndoselo más allá de los parámetros de lo objetivo. Y aquí reside, sin dudas, la problemática del escritor que corrige.

Sería nada descabellado concebir que no solo Bradbury, sino cualquier escritor al que se le hicieran tales correcciones, salvo excepciones, que siempre las hay, acusaría una ofensa contra su estilo, contra su forma de narrar lo que su imaginación ha dictado, ya que la corrección de este párrafo, llevado a todo un libro, supondría un cambio radical de lo que la composición original fuera. “Fría lluvia de noviembre” es tan aceptable como “conejos de cincuenta kilos”, pues aquí no hay errores que ameriten retoques; se trata de imágenes sensoriales perfectamente expresadas. Y, una vez más, destacar que si se siguiera este criterio de reescritura, el producto final resultaría por completo infiel a lo que el escritor haya creado. Este, en la mayor parte de los casos, no es el trabajo del corrector de estilo. Es cierto: no es el trabajo del corrector de estilo siempre y cuando las ideas del autor estén correctamente plasmadas en el original. En este caso, por supuesto, el corrector estará más que habilitado, como mínimo, para realizar las sugerencias que requiera cada caso; lo dicho en capítulos anteriores: el barroquismo inadecuadamente aplicado, la sobreadjetivación, vicios de construcción que perjudiquen el ritmo de la obra, oraciones que, por más que presenten una idea coherente, al ser adornadas con metáforas complicadas o hipérbatos, pierden inteligibilidad, etcétera.

Pero lo cierto e indiscutible es que, así como el autor necesita corrector, el corrector necesita mantenerse objetivo; de lo contrario entraríamos en una dinámica que nos permitiría preguntarnos: ¿y quién corrige al corrector? La respuesta es simple, no obstante: el corrector es “corregido” tanto por el editor como por el mismo autor, según el caso. Y es tan cierto que un escritor con muchos errores no podrá avanzar en su carrera, como que la misma situación se dará con un corrector de estilo.

Una vez más, y para cerrar el capítulo, se ha consultado a dos autores.

Mario Méndez:

Santiago Bailez: ¿Hasta qué punto considera imprescindible el trabajo de un corrector literario, y cuándo fue que tomó conciencia de la importancia de que sus textos fueran revisados desde el punto de vista gramatical y estilístico?

Mario Méndez: Creo que es de una enorme importancia. Tomé conciencia de ello cuando publicaron mi primera novela en Alfaguara: Cabo Fantasma. Ya había publicado dos novelas antes, en el Quirquincho, sin tener el intercambio con un corrector literario, y la diferencia fue fundamental. Luego, cuando comencé a trabajar como editor, recurrí siempre al trabajo de correctores, que mejoran, sin duda, los textos.[23]

Claudia Piñeiro:

SB: ¿En qué momento de tu vida tuviste consciencia de que, indefectiblemente, el paso de un trabajo tuyo por un corrector era imprescindible?

CP: Desde siempre. Ya desde antes de publicar le daba mis trabajos a una amiga que es traductora (no conocía a nadie que fuera corrector de estilo), pero ella, por su trabajo, tenía muchos más conocimientos que yo en cuanto a corrección de estilo. Cuando publicás, tenés correctores en las editoriales, pero antes de eso me las rebuscaba para encontrar personas que supieran de esas cosas más que yo.






CONCLUSIÓN


De lo dicho hasta aquí podemos sacar la conclusión de que el autor, casi en cualquier circunstancia, utiliza un lenguaje primordialmente dirigido a su propio yo, a su propia visión del mundo: el escritor interpreta la realidad a través de los sentidos y la vuelca en sus escritos mediante metáforas, potencialidades, situaciones verosímiles, o no, pero siempre nacidas de la observación de un cosmos, ya sea interno o externo.

Asimismo, el corrector lleva a cabo su trabajo observando el cosmos que conforma el texto del escritor al que corrige y, por esa razón, tratará que su empeño no se extienda más allá del límite de la creación original. Esto significa que deberá abstenerse de modificar aquello que no necesite ser modificado, aunque desde un punto de vista literario el corrector pudiera interpretar que hay una mejor manera de decirlo.

En síntesis, resulta evidente que si un original es un hierro al rojo, es el corrector el que lo templará; no obstante, cabría completar la metáfora indicando que si el escritor fuera el hemisferio derecho del cerebro del herrero, el corrector sería el izquierdo. Por un lado la creatividad, la imaginación, la fantasía; por el otro, la lógica, la racionalidad. Es por esa razón que resulta de vital importancia que el corrector que es o ha sido escritor, se mantenga “frío” en su quehacer.

Se ha demostrado que los textos, incluso aquellos editados y con largos años de vigencia en el mercado (como el caso presentado de Farenheit 451), siempre serán susceptibles de realizárseles nuevas correcciones, ya porque un término pudiera parecer más pertinente, ya porque una expresión suene mejor que otra. Es la mismísima cuestión de la escritura: un texto nunca está acabado. Y es precisamente por eso que el corrector/ escritor debe situarse en su silla de corrector, hacer a un lado el ojo creativo, ajustarse a un manual de estilo o, de no contar con uno, tener siempre presente que aquello que quiso decir el autor, a menos que lo dicho transgreda la normativa de la lengua en la cual quiso decirlo o falle en lo gramatical, es lo que no ha de retocarse o reescribirse.  

Pareciera una cuestión simple, pero quienes hemos aparecido en una y otra cara de esta moneda, sabemos que muchas veces no lo es. Será porque la escritura es un arte y la corrección, una técnica, y que, el arte, como forma de vida, suele imperar por sobre lo que del arte decante. El escritor siempre reescribe en su mente, lo propio y lo ajeno, lo que escribe, lo que lee, lo que corrige; y casi siempre, la tentación de volcar en un texto lo que late en la mente es intensa. Esto ha sido corroborado tanto a lo largo de la carrera (en la materias respectivas) como en los primeros trabajos realizados para editoriales y particulares.

Tal vez el aprendizaje más “brutal” sucede cuando el escritor/ corrector es, a su vez, corregido por sus empleadores. Aparecen recomendaciones, sugerencias e incluso advertencias a propósito de todo lo referente a la sobrecorrección. La primera reacción es la autojustificación de lo realizado; pero esta reacción, sin embargo, es llevada a cabo por el yo escritor. Es, seguramente, la forma en la que reaccionaría un escritor ante una corrección no necesaria. Por este motivo es que el corrector literario no debe expurgar sus demonios de artista sobre los trabajos de otros.   

Podemos concluir reafirmando que el corrector debe canalizar el viento posiblemente tempestuoso de la creatividad del autor, de modo que el texto llegue al lector de la mejor manera posible, manteniendo un método de trabajo centrado en las cuestiones que hacen a la legibilidad de un texto, en el sentido de una correcta normativa y gramaticalidad, y de un estilo adecuado.



















BIBLIOGRAFÍA


LIBROS

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DE SAINT-EXUPÉRY, A. (1990) El principito, Uruguay: Colicheuque.
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DI MARCO, M. (2010) Taller de corte y corrección, Buenos Aires: Sudamericana (Debolsillo).
TODOROV, T. (1970) Teoría de la literatura de los formalistas rusos, México: Siglo veintiuno editores.
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RECURSOS ELECTRÓNICOS


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         Disponible en: http://goo.gl/yo1Ydx


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SEUDÓNIMO PROMETEO, "Correctores de estilo" [en línea], [consultado el 21 de 2013].
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[1] (Charles City, 1932) Escritor estadounidense. Es uno de los principales narradores posmodernos estadounidenses. Profesor de las universidades de Princeton, Columbia y Washington, miembro de la National Academy of Arts y ganador del premio REA al conjunto de su obra. Entre sus obras, cabe destacar El hurgón mágico (1969), Una fábula política (1980), Azotando a la doncella (1982), Gerald's Party (1986), Night at the Movies (1987), Zarzarrosa (1997).
[2] MORA, PABLO, Recopilación [en línea], [citado 25 de enero de 2011 en "Analítica.com"].
Disponible en: http://www.analitica.com/va/arte/oya/5080922.asp
[3] (1888, París - 1976) Fue un diplomático, novelista, dramaturgo y poeta francés, considerado un temprano modernista. Fue miembro de la Academia francesa.
[4] Recopilación [en línea], Pablo Mora [citado 25 de enero de 2011 en "Analítica.com"].
Disponible en: http://www.analitica.com/va/arte/oya/5080922.asp.
[5] Citado por Marcelo Di Marco. Taller de corte y corrección. 2010, p. 12.
[6]Sobre estilística y formalismo ruso [en línea], Blanco Aguinaga, C., Estado Unidos: Universidad de California, San Diego. Centro Virtual Cervantes.
Disponible en:
http://cvc.cervantes.es/literatura/cauce/pdf/cauce20-21/cauce20-21_04.pdf
[7] Recopilación [en línea], Mora, P., [citado 25 de enero de 2011 en "Analítica.com"].
Disponible en: http://www.analitica.com/va/arte/oya/5080922.asp
[8] Entrevista telefónica realizada el 23 de octubre de 2013. Inédita.
[9] “Desde la escritura, éste es el libro que más me atravesó” [en línea], Diario Clarín, Buenos Aires, 5 de mayo de 2013.
[10] “Citas sobre literatura” [en línea].
[11] ibídem.
[12] Entrevista vía correo electrónico realizada el día 25 de octubre de 2013.
[13] García Márquez, G., comentario de audio en “La carpintería y la última raya” [en línea].
Disponible en: http://www.youtube.com/watch?v=V6I7RTXR974
[14] Citado en Taller de corte y corrección, p12.
[15] “Crítica al «Decálogo del perfecto cuentista»” [en línea], Silvina Bullrich [29 de septiembre de 2013].
Disponible en: http://goo.gl/Im8tN5
[16] La labor del corrector: Entrevista a Juan Manuel Santiago (I) [en línea], Campbell, G. [citado el 3 de agosto de 2012].
Disponible en: http://goo.gl/lRWJpM

[17] Citado en Cómo corregir sin ofender, Pablo Valle. Lumen. 1998, p. 48.
[18] Tonico y el secreto de estado, A. Dias de Moraes. 1980, p. 7.
[19] Una nueva especie: el traducorrector” [en línea], Poblet, M. F., Revista "La linterna del traductor".
Disponible en: http://www.lalinternadeltraductor.org/n1/traducorrector.html
[20] “Correctores de estilo” [en línea], Pseudónimo Prometeo [citado el 21 de marzo de 2007 en el blog “Miserias literarias”].
Disponible en: http://miseriasliterarias.blogspot.com.ar/2007/03/correctores-de-estilo.html
[21] “El corrector es el primer lector” [en línea], citado el 21 de septiembre de 2012, Junín, en “Corrección de textos”.
[22] “El lector modelo” [en línea], Eco, U. [citado el 8 de octubre de 2007 en el blog “Análisis y sustentación de textos”].
Disponible en:
http://sustentaciondetextos.blogspot.com.ar/2007/10/el-lector-modelo-umberto-eco.html

[23] Entrevista vía correo electrónico realizada el día 19 de septiembre de 2013.