Una suerte pequeña, Claudia Piñeiro
Destino, abismo y amor verdadero
Un oxímoron: no deseo empezar hablando de las virtudes que son marca en
la literatura de Claudia Piñeiro al menos desde mi punto de vista, como por
ejemplo la dinámica de su narrativa, siempre atrapante desde la primera página;
la potencia de sus personajes (perfectamente definidos incluso dentro de las
ambigüedades que puedan presentar), con los cuales la mayor parte de la clase
media, media-alta podría identificarse; los exordios y las circunstancias, plausibles
de ser halladas a la vuelta de la esquina de cualquier “noticia de la semana”
y, por supuesto, el asombroso suspense narrativo, esa habilidad que tiene
Piñeiro para sembrar en los personajes de sus libros o en el lector tantas
interrogantes que, en lo sucesivo, van transformándose en tan satisfactorias,
inesperadas y atinadas respuestas: satisfactorias, inesperadas y atinadas
conclusiones, por no decir “desenlaces”.
Otro oxímoron: tampoco deseo explicar que he terminado por emprender la
escritura de esta opinión desde donde no quería.
Enseguida, sin pensarlo dos veces, fui al diccionario de la Real Academia
Española en busca de la definición de “suerte”; por conveniencia personal, de
todas las que surgen de la entrada, me quedé con la que transcribo a
continuación: “Encadenamiento de los sucesos, considerado como fortuito o
casual. Así lo ha querido la suerte”.
De esta manera pretendo abordar uno de los temas principales de Una suerte pequeña: la suerte, claro,
pero también las ideas de destino, de lo inevitable y del potencial (tan
presente en nuestro discurso diario cuando la culpa o la incertidumbre nos
gobiernan): “¿Y qué hubiera pasado si…?”.
Entonces, eso que en los grados más diversos nos sucede día a día y que
nos conduce a plantearnos cuestiones más bien existenciales, le sucede a Mary
Lohan en ese polo donde se condensan los momentos que determinan cómo
continuarán nuestras vidas de aquí en adelante.
Si no hubiera dicho: “Bajen
los seguros”.
Si ellos no los hubieran
bajado.
Si otro camino.
Si otro cine.
Algo que no ha sido tanto su culpa como su responsabilidad ocurre en la
vida del personaje principal de Una
suerte pequeña.
Eso que sucede en la vida de Mary Lohan, que bien podría llevar la
etiqueta de “accidente”, “fatalidad”, “desgracia”, entre otros sustantivos
abstractos que refieran a lo que sucede sin que nosotros lo hayamos deseado, se
nos va desvelando conforme avanza la trama mientras va tensándose la cuerda de
la catapulta que nos arrojará, en el “momento” preciso, el objeto que sabíamos
que se nos lanzaría, pero que será el que menos esperábamos. Porque Mary Lohan
huye; huye de su hogar, de su país, de su vida e incluso de su propio nombre, y
no sabemos por qué ha huido. E incluso cuando Piñeiro nos da a conocer, con una
herramienta literaria inmejorable, cuál fue el accidente que llevó a Marilé
Lauría (Mary Lohan) a escapar de todo lo que hasta el momento había sido un
presente envidiable para toda mujer que anhele una familia, un hogar y la
comodidad que todos buscamos como un refugio contra la felicidad (si bien
también contra la incertidumbre), pareciera que el motivo es insuficiente,
seguimos sin entender, llegamos a decepcionarnos por un instante, aunque
sepamos, por supuesto, que lo mejor está por venir, que apenas hemos mordido un
anzuelo. Fantástico.
La perfecta armonía que se da entre tiempo presente y lo que me atrevo a
denominar
flash backs nos sumerge en
otra cuestión: el abismo. El dolor intenso de Mary, la irreversibilidad de su
pasado (el accidente), la condena de su entorno (como excusa de los acusadores
para alimentar las propias frustraciones inherentes en lo que respecta a la competencia
social
),
la incertidumbre a propósito de qué habría pasado, a partir de su huida, con la
vida y por el corazón de aquel a quien más amaba.
Al respecto, he llegado a imaginar una balanza cuyos platos (uno que
representara su pasado y el otro, su presente y futuro) estuvieran unidos por
un conductor sobre el que oscilara una bolilla (el sentido de la vida de Mary);
así es que cuando puedo afirmar que el platillo que representa el pasado está
lleno, en tanto el otro se encuentra poco menos que vacío, la ley de gravedad
hablará por mí a la hora de especificar el porqué de su búsqueda. No por
decisión. Se da por una elemental cuestión de gravedad. Por algo grave. Más
grave incluso que su propia vida; más que su propia muerte.
Y con esta caída de la bolilla hacia el platillo que más pesa (incluso el
único que tiene peso para Mary), el regreso al pasado sucede gracias a la “pequeña
suerte” más grande que le tocó: conocer a Robert, entrañable personaje que
enamorará a mujeres y, por qué no, y en otro sentido, también a hombres.
Gracias a Robert, a su sabiduría que empuña un altruista sentido ejecutivo,
regresa a enfrentarse a su pasado; pero esto, que parece una frase hecha, tiene
un significado mucho más profundo del que me permito explayarme en esta
opinión, simplemente por una cuestión anti-spoiler.
Debería haber dicho que no, que no era posible, que no
podía viajar. Decir lo que fuera. Pero no lo dije. Me di explicaciones a mí
misma, una y mil veces, acerca de por qué, aunque debería haber dicho que no,
terminé aceptando. El abismo atrae (…). Para algunos, atrae como un imán (…).
Yo soy una de ellos. Capaz de soltarme en el vacío, de hacer para ser —al fin—
libre. […]; tal vez, en el fondo, acepté porque quise. En un lugar íntimo y
oscuro dentro de mí, allí donde ya no es posible conocerme a mí misma, yo
quise.
De esto puedo dar fe desde lo que es mi experiencia de vida: cuando
parece que no hay nada más para perder, de pronto descubrimos que sí, que más
allá de la oscuridad del fondo del abismo la caída continúa, pero entonces, “cuando
bordeamos un abismo y la noche es tenebrosa, el jinete sabio suelta las riendas
y se entrega al instinto del caballo” (Armando Palacio Valdés). ¿El amor? ¿La
redención? ¿Un intento de suicidio en vida? ¿Cuál es el caballo cuyas riendas
Mary suelta cuando se encuentra al borde del abismo? La respuesta a esta
pregunta, solo Mary (Piñeiro) podría respondérnosla. La cuestión es la entrega
en sí, y todo lo que de ella decanta: la primera ficha de dominó que cae para
desencadenar la dinámica de todo el circuito que el azar más las decisiones irán trazando. Las suertes pequeñas. El
destino, o esa palabra que no puedo encontrar, no puedo inventar sin atentar
contra el sentido de mis propias limitaciones.
Vuelvo, una vez más, sobre la primera cuestión: destino. Podría decirse
que el destino es el remanente de una ecuación que suma, resta, multiplica y
divide, por un lado, nuestras decisiones y, por el otro, todo aquello que fue
sucediendo a partir del Big Bang, puesto que no cabe discutir que si estoy
ahora, aquí, escribiendo esta opinión, fue porque hubo un Big Bang. En la
historia, Mary no va tan lejos, sus “si” en potencial resultan mucho más
terrenales que existenciales. Pero todo lo que le ha sucedido sin dudas se
remonta al Big Bang, tal como sucede con el resto de los seres humanos, por
poner un ejemplo. Fue desencadenado por el comienzo mismo de la expansión de
las estrellas a partir de una gran explosión, a sus decisiones, y a las
decisiones de los demás, las cuales, a su vez, también tienen su raíz en el Big
Bang.
Culpa, dolor, melancolía, ira; remanentes de la
ecuación de la vida de Mary y de la existencia del Universo. Y es en este punto
que descubrimos que la cuestión no reside en buscar la respuesta en ese remanente,
sino en escribir una nueva ecuación.
Por qué. Para qué. Con qué finalidad. No
hay respuesta. No hay escape. La hoja de ruta de nuestra vida tiene marcada en
el camino pasar por esa estación, y uno, haga lo que haga, pasará. Lo único que
no está marcado, decía Robert, es qué hará cada persona después de pasar por
esa circunstancia. Es allí donde está el libre albedrío: decidir después del
episodio, del accidente, de la guerra, de la catástrofe, del error, de la
fatalidad.
Me ha remontado a la gran sabiduría de J.R.R. Tolkien, puesta en palabras
del mago Gandalf: “no nos toca a nosotros decidir qué tiempo vivir, sólo
podemos elegir qué hacer con el tiempo que se nos ha dado”.
Por último, debo reconocer que, tras arduas búsquedas personales desde la
experiencia y la abstracción de cuál, cómo debía ser el amor verdadero, Una suerte pequeña acabó por crearme una
nueva dimensión dentro de la cual es posible advertirlo, descubrir su
potencialidad, sus componentes, su valor determinante en la vida de cualquier
persona.
“El verdadero amor quiere el bien del amado”, escribió Umberto Eco. Sin
embargo, algo que suena a perogrullada, a la hora de pensar si es algo que
suceda, de hecho, en nuestras relaciones (pareja, familia, amigos) nos daremos
cuenta de que no lo es tanto. No se trata de una perogrullada. La frase
implica, entre muchas otras cuestiones, la más grande de todas las que tengan
que ver con el amor verdadero: la renuncia. Una vez más, activemos el anti-spoiler.
Una suerte pequeña no es Las viudas de los jueves ni Tuya, por poner un par de ejemplos del
“repertorio” de Claudia Piñeiro. No lo es desde la estructura ni desde el tema.
Insistiré con Las viudas de los jueves y
con Tuya para ejemplificar mediante
una comparación: ambas se aparecen como los carros de una montaña rusa ya en
velocidad, en caída; el lector, desde el comienzo, siente el vértigo.
En cambio, Una suerte pequeña tiene el magnífico acierto de sentarnos en
el carro y ponernos en la lenta subida que antecede a las emociones, pero una
subida hacia atrás, vamos de espaldas hacia lo más alto de la montaña rusa
mientras un hipotético locutor, en off,
va adelantándonos con un relato encriptado lo que podemos llegar a sentir
cuando, ya en lo más alto, se nos lance en caída libre y ya nada podamos hacer
para salirnos de la historia hasta que Claudia, al fin, lo decide.
Porque eso también ocurre: cuando termina la novela nos queda la
sensación de que Claudia (o, por qué no, Mary) lo han decidido. Nosotros, los
lectores, hubiéramos elegido continuar leyendo, aunque más no fuera, los pormenores
de la gran historia que existe dentro de este conmovedor libro.
Mi calificación: ¡cómpralo!